Se
despertó aquella mañana, y una luz fraternal inundaba el horizonte. El aire
bailaba entre las bóvedas de los edificios y las nubes dibujaban una historia
de batallas, sufrimiento y dolor. La paz de la mañana, como era de costumbre,
venía precedida por la sangre. En aquel pueblo nadie pensaba ya sino en el
constante latir de los segundos, acercándose irremediablemente a la noche. En
la noche aparecía lo oculto, viendo nacer, entre las montañas y el bosque, el
horror miserable de la guerra. Los monstruos del artificio perseguían la pureza
y la verdad de lo bueno. Los llantos incesantes de las mujeres, la barbarie, la
sangre… corrían a raudales en derredor de las casas, buscando presas para su
festín de muerte. La noche se infestaba del hedor de la perversión, las risas
incontrolables de aquellos hermanos de las tinieblas, regocijándose ante el
desvarío y la putrefacción cancerígena que provocaba su presencia, ensordecían
los gritos de dolor de las víctimas rodeadas de tiniebla. La noche era oscura,
ya lo creo, oscura como ninguna otra noche, sin estrellas ni luna que cubran
con sus luces los desalentados corazones de los que poblaban aquel recóndito
lugar. El río que pasaba por allí cerca fluía con un caudal de tormento sí,
pero su tormento acababa al llegar al mar. Los habitantes, en cambio, vivían
atormentados noche tras noche, desde la puesta del sol hasta la luz de la
mañana.
Era
tan oscuro lo que allí acontecía, tan terrible, que el gobierno no osaba intervenir,
sabía lo que allí ocurría pero no era quién, por estar preso del terror, de
devolver la fuerza de espíritu a aquella gente. La gente del país también lo
sabía, pero, por temor a las represalias, nadie se atrevía siquiera a hablar de
ello. Sin embargo, un día, la luz del amor iluminó las tinieblas, se abrió paso
entre mugre y sinrazón y salvó a uno de los torturados. Fue una sola luz, pero
suficiente para salvar a uno entre toda aquella oscuridad.
Las represalias no tardaron en llegar. La luz provenía de una mujer que había salvado a su amigo de una muerte segura, arrebatando su cuerpo de aquella maldición. La persiguieron, a él también, hasta lo más recóndito de aquel país. Pero lo cierto es que el amor nunca murió, y les protegía, y así, la gente, inspirada por aquel canto de solidaridad, comenzó a pensar que quizá aquello sí se podía cambiar, el terror no era invencible, y pelearon uno a uno, dos a dos, tres a tres, y así sucesivamente, hasta que todo el país se unió en el esfuerzo de acabar con la degradación hecha acto, con el horror hecho persona.
Tras
todo esto, las sombras fueron desapareciendo de aquella región. Las estrellas, una
a una, se fueron encendiendo sobre el paisaje oscuro de la noche, crearon
constelaciones, galaxias, bóvedas celestes, y, al final, apareció la luna,
dejando ver la cara de aquellos engendros del averno, que no eran sino hombres
que vencidos por el odio y la envidia, habían perseguido a aquel muchacho,
antes de que su amiga le salvase, y torturado a todos los que con él estaban. Fueron
todos derrotados. Uno a uno, esos salvajes cayeron y la luz de las estrellas
volvió a bañar de esperanzas y sueños el corazón de los que allí vivían. El
amor estalló en los corazones, y su onda expansiva se fue transmitiendo entre
todos los rincones del universo creando vida por allí dónde pasaba. Y la vida
fluyó y fluyó, y así nacieron las cosas que, hasta hoy, conocemos.