Y
allí, en aquel castillo de aire, soñaba con verla. Dejaba sus versos escritos
por doquier, por si algún día ella los fuese a encontrar. Se quejaba,
amargamente, de que nadie le sacase (y como a él, a todos los que así sufrían)
de ese negro pozo que era la tibia prisión de sus adentros. Había demostrado
todo aquello que debía demostrar; había peleado, con lo que de sus fuerzas
quedaba, contra todas las trampas, persecuciones e injurias que se llevaron a
cabo contra él, contra los suyos y contra las que le habían salvado.
Viviendo
al compás de las horas, dejando tras de sí todo lo innecesario, todo lo que no
fuese sustento del alma, todo lo que no tuviese raíz en su sueño y en su
corazón. Estaba esperando, esperando cambios, cambios que solían venir cuando
el sol más calentaba. Si tuviese la más mínima oportunidad de hacer que todo
aquello acabase por su propia mano… Si él pudiese hacer algo para alcanzar su
objetivo… Antes se frustraba, la frustración… una frustración como no había
sentido nunca hasta entonces, le había carcomido el corazón. Y así estuvo
durante un tiempo, hasta que comprendió que no siempre dependen las cosas
exclusivamente de lo que uno haga, a veces se necesita la ayuda de otros, y
otras veces lo único que se puede hacer es esperar, pero siempre estando
atento, atento a lo que, por sorpresa, pudiese ocurrir, dejando la puerta del misterio
- como decía el maestro - abierta.
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