Desde
que las cosas empezaron a cambiar, el cielo gris lo abarcaba todo. Nadie
recordaba un invierno sin un solo rayo de sol, todo gris, poca luz. Descifrando
las gotas de la lluvia, las nubes eran su obsesión, y así, las veía pasar de
oeste a este, lentamente, a ritmo pausado, con el suave fluir de la brisa;
otras veces eran vientos huracanados, golpeando ventanas, árboles, tejados, un
vendaval enrabietando las mareas, olas que se llevaban por delante cualquier
cosa, sin excepción. Los días de lluvia galopaban uno tras otro en el lento
transcurrir de los meses, pero así comienzan los ciclos del cambio, con
tormenta. La voz de la tierra suspiraba por las estrellas, brillando inmóviles
más allá de la luna, apagándose durante el día, siendo el sol quien ocupaba el
paisaje. Eso era ella para él, el sol, única estrella, que no dejaba ver a las
demás. En el lento divagar de las horas pensaba en la distancia: tan cerca y a
la vez tan lejos. Qué eran sus enemigos sino las nubes que impiden ver el sol,
el gris, la oscuridad. Otra tormenta, una y otra, en cadena, se abalanzaban
sobre su esperanza, sobre su necesidad de comenzar una nueva vida. Intentando
remontar el vuelo, tomando impulso para saltar los muros de la realidad,
intentaba alimentar su espíritu de nuevas satisfacciones, olvidándose de toda
carga que le agarrotase el alma, dejándose llevar por sus instintos.
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