Y
los ojos de la sombra lo veían todo. Observaban sus traspiés en las esquinas,
caminaban con él. La luz era absorbida por la sombra, y el ojo, el espectro, lo
seguía allá adónde fuese. Los latidos le dolían, el aire llevaba consigo un
humo negro. Él llevaba dentro un dolor arrancándole su yo, su íntima energía.
La persecución se había convertido en cáncer, impregnándolo todo de sombra. La
mentira era una constante, el dolor le tenía atenazado, y la soledad le
agarrotaba el ánimo. Todo lo que hacía era observado, escuchado y estudiado, de
la intimidad no quedaba ya ni el recuerdo, pero eso era lo de menos, a él le
importaba lo que tenía lugar dentro de sí: el sentimiento había sido raptado,
solo tenía un dolor negro en el pecho que no le dejaba respirar. Se dio cuenta
de que tenía el alma prisionera, era la maldición del espíritu, no era él, no
era como antes, su fuerza se había desvanecido, y le dolía. Peleó buscando una
salida, denunció lo que le pasaba, intentó rastrear a los degenerados que
exprimían hasta la última gota de energía que le quedaba. Parecía todo ser en
vano, y así conoció la frustración, no había peleado así en su vida, intentando
por todos los medios racionales buscar un remedio a su enfermedad. Todos le
miraban con asombro, o no sabían cómo ayudarle o no querían hacerlo, era como
intentar romper una pared a cabezazos. Y así, un día, cuando el dolor y la
tensión alcanzaron su punto álgido, aparecieron en su cabeza imágenes y
canciones avisándole del peligro, de la conspiración que había contra él. Fue
el inicio del cambio, un rayo de esperanza se abría paso entre toda aquella
sombra que lo envolvía todo. Fue entonces cuando empezaron a seguirle por la
calle, no sabía cuántos, pero allí estaban, persiguiéndole. Él escapaba, o lo
intentaba al menos, pero era inútil, eran demasiados y estaban por todas
partes. Cuando lo contó e intentó denunciarlo nadie le creyó, y así aumento el
peso de la desesperación y de la frustración. Las imágenes y las canciones iban
en aumento, pero le costaba entenderlos, y así, cuando su vida corría más
peligro, cuando ya apenas se atrevía a salir a la calle por las noches, que era
cuando menos gente había y nadie podría servir de testigo, leyó un mensaje: “no
desaproveches esta oportunidad para cambiarlo todo”.
El
mensaje hizo mella en él, sabía que estaba dirigido a él, y decidió, en medio
del peligro, salir por la noche. Sabía que ese era el momento en que le
atacarían, y los retó, gritó con toda la fuerza de su maltratado espíritu insultos
y amenazas contra sus perseguidores, que le observaban en su casa. Salió esa
misma noche, armándose de valor, a uno de los bares de copas cercanos a su casa.
Tomo un par de cervezas, todo seguía en calma, hablo con los conocidos que allí estaban, todo seguía en
calma. Se lo estaba pasando bien, estaba disfrutando, entonces, mientras
charlaba con unas italianas que estaban allí de paso, el dolor se agudizó, no
podía hablar, había que volver para casa. Se fue del bar y en el camino se topó
con unos chavales de unos 19 años con el mismo aspecto y mirada que los que le
habían seguido por la calle, pero eran solo dos, aquello no era un ataque. En
el momento en el que los pasó de largo, uno de ellos cogió el móvil y se puso a
hablar -mal presagio- pensó. Siguió caminando rápidamente hacia su casa y justo
al llegar a su portal dos garrulos de metro noventa, gordos y de mirada
amenazante, comenzaron a acercarse. No abrió el portal, sacó su móvil y se
quedó allí clavado esperando a que pasasen. No les miró a los ojos aunque ellos
le observaban, él clavaba la mirada en su móvil como buscando un número de
teléfono, observándolos con el rabillo del ojo. Pasaron de largo, y él entró en
el portal, estaba a salvo. Esa misma noche soñó que una amiga suya de la infancia
había llamado a la policía, denunciando a sus perseguidores, salvándole. Juró
entonces lealtad eterna a aquella mujer que le había salvado la vida.
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